La distancia que separa a Israel Ávila de Florian Miedel son unos veinte pasos. De un lado está Ávila, un narcotraficante que perteneció al Cartel de Sinaloa y que se ha convertido en testigo protegido de las autoridades de Estados Unidos. Del otro está Miedel, el integrante más experimentado de la defensa de Genaro García Luna, el exsecretario mexicano de Seguridad Pública. Justo en medio de ellos está el jurado, 12 ciudadanos estadounidenses comunes que decidirán sobre la inocencia o culpabilidad del acusado. El antiguo capo fue contador de la organización criminal y viene de declarar que registró millones de dólares en sobornos al exfuncionario y explicar cómo los pagos hicieron que los narcotraficantes se volvieran intocables. Durante los próximos 40 minutos, Miedel intentará confundir, acorralar y hundir al hombre que tiene de frente. “Buenos días, usted nunca conoció al señor García Luna, ¿cierto?”, comenta el abogado. “Correcto”, responde el testigo. “Nunca lo ha visto recibir un soborno, ¿no? Todo lo que dijo se basa en lo que escuchó de otras personas, ¿verdad?”. Será una ráfaga de decenas de preguntas, una tras otra. “No fue solo lo que oí, sino lo que presencié”, se defiende Ávila.
Los testimonios de antiguos criminales se perfilan como el fiel de la balanza en el juicio contra el exsecretario, pero también han sido el asunto más polémico. En dos semanas, la Fiscalía ha llamado a 17 hombres a declarar, entre ellos dos expolicías mexicanos y seis narcotraficantes de todos los niveles de la jerarquía criminal como cooperantes. Las autoridades estadounidenses han preparado una montaña de declaraciones incriminatorias contra García Luna y cada una les da la posibilidad de presentar nuevas evidencias para respaldar las acusaciones en su contra. Es una ópera de testigos oculares y soplones que dicen tener información relevante para el caso y que están dispuestos a contarlo todo con la esperanza de recibir beneficios como la reducción de su condena o visas para quedarse en Estados Unidos y salvar su vida. Los abogados de García Luna afirman que los fiscales solo tienen eso: palabras. La pugna entre las partes es también un reflejo de la polémica alrededor del juicio de más alto perfil contra un exfuncionario mexicano en Estados Unidos.
Los interrogatorios son un juego de estrategia y donde las habilidades de los abogados son realmente puestas a prueba. Como estos testigos fueron llamados por la Fiscalía, son ellos quienes inician las preguntas. En esta primera parte, los declarantes pueden extenderse sobre lo que saben. “La máxima cantidad que a mí me tocó ver fueron cinco millones de dólares”, dijo Ávila en ese turno. Hablaba de hojas de cálculo de Excel donde el Cartel de Sinaloa registraba los sobornos. “Se referían a García Luna con el sobrenombre de Tartamudo o Metralleta”, agregó. Cuando los testigos están bajo custodia policial entran escoltados a la sala por una puerta que se conecta a un túnel con celdas y pasan justo frente a la mesa donde se encuentra el acusado. Por un momento, el hombre contra el que van a declarar está a poco más de un metro de donde caminan.
La defensa responde en el llamado contrainterrogatorio, en el que el testigo es instruido a responder casi todas sus preguntas con un sí o un no. Todo es muy rápido y se intenta casi todo para hacer trastabillar a quien contesta. Los abogados de García Luna han seguido una línea más o menos consistente para intentar desacreditar las declaraciones. Cuando hay acusaciones directas sobre su cliente buscan un punto débil en el relato e insisten. En el caso de Ávila le obligan a admitir que no tuvo contacto directo con el acusado, por ejemplo. Después repasan todo su historial criminal. “Su jefe era Mario Pineda Villa, el MP, ¿no?”. “¿Se podría decir que eran cercanos, cierto?”. “¿Eran amigos, verdad?”. Ávila responde con un escueto sí. “Hasta que lo asesinó, ¿no es así?”. El convicto tiene que frenar de golpe. “No solo yo”, alcanza a decir. “¿Le dieron un arma, no es así?”. “¿Y entonces le disparó?”. Le recordará que torturó, mató y ganó millones cuando trabajaba para el cartel. La tesis de la defensa es que los criminales no tienen palabra e intentan convencer a los jurados de que no se puede creer en nada de lo que dicen.
Miedel quiere que Ávila admita que era la violencia del cartel la que realmente lo protegía y no un supuesto pacto de impunidad entre el narco y las autoridades, pero el testigo se defiende: “[Estaba protegido] por el respaldo que tenía del Gobierno”. El abogado intenta ponerlo contra las cuerdas otra vez. “Le voy a pedir de nuevo que responda a la pregunta que le haga”, dice el litigante, “solo responda sí o no”. Otras veces solo intentan provocar a su interlocutor para sacarlo de la línea que le marcó la Fiscalía. “Mi abogado me dijo que veía la luz al final del túnel, pero no era la luz de un tren que iba a arrollarme, sino la luz de mi libertad”, recordó Ávila sobre cuando fue procesado y acabó sentenciado a 15 años de cárcel, pese a cooperar con las autoridades. “Pero al final se sintió como si lo arrollara un tren, ¿no?”, reviró el abogado con ironía. Si las intervenciones son demasiado subidas de tono, irrelevantes o repetitivas, las partes pueden presentar objeciones para bloquear esa parte del testimonio. El juez las acepta o las desecha.
César de Castro, el abogado principal de García Luna, apuesta constantemente por ese estilo agresivo. Cuando interrogó a Harold Poveda El Conejo le recordó que su esposa tenía un amante, un expolicía colombiano, e hizo que admitiera que cuando se enteró lo mandó a matar. Le insinuó también que solo decía lo que los fiscales querían oír y que era un mentiroso que usó casi una decena de identidades falsas. “Mentir se va haciendo más fácil”, contestó el capo colombiano. “Y más si uno sabe que tiene arreglos con la policía”, agregó después de una pausa. Poveda demostró que no era la primera vez que era interrogado.
Cuando De Castro entrevistó a Raúl Arellano, un antiguo agente que habló de un pacto entre los carteles y la Policía Federal para traficar drogas en el aeropuerto de Ciudad de México, insinuó que el testigo estaba celoso de la carrera meteórica de García Luna en el servicio público. “¿Tenía celos? ¿Sintió envidia? ¿Pero no estaba de acuerdo, cierto?”. Arellano lo negó en cada oportunidad y tomó mucho tiempo para pensar cada una de sus respuestas, que solían ser largas y evasivas. Era una piedra. No importaba que el abogado insinuara que era cobarde o incompetente o que tenía motivos ocultos. Al final, el exasperado fue De Castro: “Responda sí o no”. “Sí o no”, repitió varias veces. El mismo juez Brian Cogan intentó recordarle al testigo que debía hacerlo así en el contrainterrogatorio o, en su caso, decir “no puedo responder esa pregunta con un sí o un no”. Es otra de las salidas que tienen los entrevistados o pedir que les repitan la pregunta. Arellano no se movió de su versión ni de su forma de contestar.
La estrategia de la defensa tiene pequeñas variaciones. Depende del testigo y de lo que digan. Pero otra constante es cuestionar los motivos de los testigos de cooperar, sobre todo si son narcotraficantes. El sistema estadounidense privilegia los acuerdos de culpabilidad y colaboración con las autoridades para dar mayor velocidad a la resolución de los casos y construir causas más potentes a través del testimonio de informantes. En resumen, ir por peces más gordos. Esa táctica fue recurrente en las declaraciones de capos como Sergio Villarreal Barragán El Grande, Óscar Nava Valencia El Lobo o El Conejo Poveda, que pagó menos del 1% de sus ganancias en el narcotráfico para evitar la cárcel.
“A nadie le gusta estar en la cárcel”, admitió El Lobo, probablemente el que más ha sufrido en los contrainterrogatorios y con quien la defensa ha sido más efectiva. “Hacer esto lo pone a uno en el ojo del huracán”, dijo Nava Valencia, al justificar las contradicciones de su versión a las amenazas que sufrió antes de declarar. “Me encuentro aquí para decir la verdad”, insistió el capo. “Lo vi también como una forma de contribuir a la sociedad a mi país”.
Pese a que Miedel intentó lo mismo con Ávila, el testigo pudo dar un argumento más convincente. Tras hacer una solicitud formal, las autoridades le dieron la opción de cumplir el resto de su condena en México, donde a estas alturas la ley le permitía salir en libertad condicional. Decidió quedarse solo para “presentarme aquí en este juicio”. Después del contrainterrogatorio, ambas partes tienen otra oportunidad breve de hacer más preguntas o abstenerse.
La Fiscalía tomó la opción de subrayar este hecho. “Quería que se dieran a conocer las relaciones de este señor”, aseguró Ávila. “El cartel no funciona sin la ayuda del Gobierno”, agregó. “No hay más preguntas”, dijo la fiscal adjunta Erin Reid. Su aparición fue uno de los puntos más reñidos entre Reid y Miedel, los dos miembros más experimentados de la Fiscalía y la defensa. Como en casi todos los interrogatorios, García Luna acompañó con la mirada, hizo apuntes con un bolígrafo y eligió con cuidado los momentos para gesticular o comentar algo a sus abogados.
Al margen de las evidencias que están clasificadas por motivos de seguridad o que aún no han sido admitidas por el juez Cogan, los testimonios y el relato criminal que se ha construido a partir de ellos han sido la principal apuesta de la Fiscalía. El debate sobre la credibilidad de los cooperantes estuvo presente desde la selección del jurado y se ha afianzado como el argumento más común entre quienes sostienen que García Luna es inocente. Queda mucho tiempo en el juicio antes de adelantar conclusiones. En medio de la polémica que se ha encendido a miles de kilómetros de la corte de Brooklyn, la última palabra será de los 12 miembros del jurado. Es solo a ellos a quienes se pretende convencer para escoger entre dos versiones tan radicalmente distintas que son irreconciliables. El juicio por narcotráfico y delincuencia organizada contra el exsecretario regresa el próximo lunes.