Con tan solo ocho años, Afasana se muestra pensativa, cabizbaja; esboza una sonrisa leve, forzada. Ayer llovió, se peina el pelo con el barro, imagina trenzas. Sabe que en 20 días se casará con un desconocido. Su padre le contó la historia como un cuento de princesas, hizo los arreglos y eligió al mejor postor, quien se llevará la mano de su hija por unos 2.300 euros.
Sus respuestas suelen ser escuetas. ¿Estás contenta con tu futuro marido, feliz de tu futura vida? “Al menos podré comer dos veces al día”, afirma. Su padre, Yasee, tampoco levanta la mirada; parece avergonzado. Se coloca el shemagh —pañuelo tradicional— a modo de turbante para paliar los efectos del sol, siempre abrasador. “Claro que no quería hacer esto, pero tras la llegada de los talibanes perdí mi trabajo como barrendero. Tuvimos que venir de Kabul a esta aldea remota de la provincia de Kandahar, donde vivía un tío mío con su familia. En teoría, iba a obtener un empleo en las plantaciones de amapolas para procesar el opio, pero el régimen ha decretado que esta sea la última cosecha, y apenas necesitan jornaleros. Sin dinero, no teníamos otra opción”, justifica.