Para explicar bien lo que pasó el martes en el mercado, el frutero le pide a su hija que vaya a buscar una cosa a la parte trasera del puesto. La joven vuelve con el puño cerrado y cuando abre la mano aparecen siete casquillos dorados del tamaño una almendra. “Los recogimos del techo y del suelo cuando llegamos al día siguiente. Yo no estaba pero tiraron con armas de alto poder”, dice el tendero, que no quiere dar su nombre por miedo. Su hija sí estaba y vio como, al rededor de medio día, decenas de hombres encapuchados, vestidos con chalecos antibalas y armados con con fusiles de asalto tomaron a balazos las cinco naves del mercado norte de San Cristóbal de las Casas, el corazón turístico de Chiapas.
Todo empezó un poco antes en el estacionamiento de un centro comercial, a un par de calles del mercado. “Llegaron unas camionetas negras y muchas motos. Se bajaron y empezó la balacera”, cuenta uno de los trabajadores de la zona que recogen los carritos de la compra vacíos. “Nos metimos corriendo en la tienda. Se oían los disparos. Estuvimos un ratote ahí dentro con los clientes en el piso. Nos dieron un refresco y un bolillo para el susto”, dice el señor, que tampoco da su nombre.
Durante más de cuatro horas la zona norte de la ciudad (215.000 habitantes) se convirtió en una trinchera de guerra: coches incendiados, carreteras cortadas y escuadrones armados a plena luz del día. Todo esto ante la mirada impotente de las autoridades. El alcalde reconoció sentirse superado y los militares tardaron horas en llegar.
Escenas así ya se han visto en México. Pero son más habituales en las ciudades fronterizas de Tamaulipas o en las cunas históricas del crimen organizado como Guadalajara o Culiacán. No había sucedido hasta ahora en Chiapas, uno de los Estados más pobres y olvidados del país, donde la violencia del narco parecía concentrarse más cerca de la frontera sur. Menos aún en San Cristóbal de las Casas, una ciudad colonial aparentemente tranquila clavada en un valle de pinos y encinas.
Campamento base para las rutas por parques naturales y ruinas arqueológicas mayas, la pervivencia de varias comunidades indígenas es otro de los reclamos turísticos de la zona. El levantamiento neozapatista de los noventa contra la miseria y la marginación de sus pueblos colocó a San Cristóbal aún más en el mapa internacional. Los jóvenes extranjeros fascinados por los indígenas rebeldes aun conviven con los pensionistas estadounidenses que han comprado casas aquí, con los hoteles boutique, restaurantes de autor y galerías de arte.
Los Motonetos
El zafarrancho de guerra vivido esta semana ha roto el espejismo. Los balazos en el mercado han vuelto a sacar a la superficie el viejo conflicto larvado de exclusión, racismo y violencia estructural, sumando ahora el ingrediente explosivo de las redes del narcotráfico. Los comerciantes del mercado dan nombres de empresarios y líderes locales indígenas como los responsables del ataque. “Tienen dinero y pueden pagar a los Motonetos para que hagan su desmadre y metan miedo”, cuenta el dueño de una pollería, también bajo anonimato. El nombre de los Motonetos se repite por los puestos del mercado, pero el significado no está muy claro: un cartel, una pandilla, unos sicarios, unos matones.
Las organizaciones de derechos humanos que llevan décadas trabajando en San Cristóbal los consideran “grupos de choque”, escuadrones al servicio del mejor postor. Marina Page, coordinadora de Sipaz, se remonta a los tiempos de la colonia, cuando los terratenientes criollos de la ciudad tenían a las “guardias blancas” para proteger sus tierras y someter a los campesinos indígenas. Estos grupos estaban muchas veces formados a su vez por mestizos e indígenas desclasados. “Igual que ahora los llamados Motonetos son hijos de las bolsas de desplazados tzotziles a la periferia más pobre de la ciudad. Estos grupos han existido siempre y han sido utilizados por distintos grupos de poder”.