Ya no es solo la voz de la senadora Lilly Téllez. Tampoco la del diputado Porfirio Muñoz Ledo. Mucho menos la del priista Francisco Labastida. Ni la de media docena de senadores norteamericanos.
La nueva condena contra el presidente Andrés Manuel López Obrador -muy severa, por cierto-, viene desde la cúpula de la poderosa e influyente Compañía de Jesús. La que aglutina a los jesuitas. Y la sentencia del sacerdote Javier Ávila, líder de esa comunidad en Creel, en Chihuahua no pudo ser más lapidaria. “Los abrazos ya no alcanzan para cubrir los balazos”.
Lo hizo durante la misa de despedida a los sacerdotes jesuitas Javier Campos y Jesús Lira, victimados hace una semana dentro de su templo en Cerocahui. Pero el padre Ávila fue más a fondo. Y pidió directamente al presidente que revise su proyecto de seguridad pública porque, dijo, no vamos bien y esto es un clamor popular.
Como si lo dicho por el clérigo no fuera suficiente, el provincial de la Compañía de Jesús en México, el sacerdote Luis Gerardo Moro, dijo que “la sangre de Pedro, Javier y Joaquín se une al río de sangre que corre por nuestro país”. Y exigió que las autoridades cumplan con su vocación y sus deberes. Hizo un llamado para convocar a un diálogo nacional para que se tenga la polarización para encontrar caminos de paz.
La voz de los líderes jesuitas es poderosa, es influyente. Cala hondo, no solo en el entramado social e intelectual de México, sino en todo el mundo. No en vano, el jesuita número uno es el Papa Francisco.
Está claro que, ese clamor que viene de quienes están dedicados a salvar almas, es decir al prójimo, se une a esas otras muchas voces que venimos insistiendo que -se admita o no- vivimos ya en un Estado fallido.
Y que la famosa estrategia presidencial de “abrazos y no balazos” está convertida en el mejor escudo de protección y de impunidad para el crimen organizado.
Ya no se puede esconder que, desde lo más alto del poder en México, el presidente Andrés Manuel López Obrador y su gobierno de la Cuarta Transformación -por incompetencia o por complicidad- se volvieron el principal aliado de los cárteles.
La sospecha se confirma cuando a la agria censura jesuita se le suma una alarmante denuncia de un alto mando de la Guardia Nacional que, desde Washington, declara que la violencia en México obedece a que la Secretaría de la Defensa lo está permitiendo. Que esa estrategia no viene de Palacio Nacional, sino de los militares.
Entrevistado por el semanario Proceso, el personaje de la Guardia Nacional -que por razones obvias se mantiene en el anonimato-, dice que los números oficiales de homicidios dados a conocer por la Secretaría de Seguridad Publica son por lo menos el doble. Que parte del pacto con los militares es desaparecer los cadáveres para evadir su contabilidad.
¿Qué hará el presidente López Obrador en su mañanera de hoy lunes? ¿Reconocer la exigencia de los jesuitas o incluirlos en su lista de neoliberales, fifís, adversarios y enemigos de la 4T?
Se equivocará el mandatario si cree que, con dialéctica reiterativa y desgastada, y una estampita del “¡Detente!”, va a apaciguar los ánimos de la comunidad jesuita.
Y si tiene dudas que se asome al recuerdo del #YoSoy132 que cimbró en 2012 a su pactado antecesor Enrique Peña Nieto. Fue en la Universidad Iberoamericana, de corte jesuita. El mismo al que él tanto le aplaudió cuando su rival político era cuestionado por inquietos estudiantes y que lo obligaron a huir por la puerta de atrás.
Fue la peor caída en la campaña del candidato tricolor. A ese espejo debe asomarse el presidente López Obrador, antes de salir a engrosar con sus posturas alejadas de toda lógica, el número de adversarios. Los jesuitas se cuecen aparte. ¡Escúchenlos!
No vaya a ser que el inquilino de Palacio Nacional vaya a experimentar, en carne propia, los temores aquellos que lo obligaron a exclamar: “Con la Iglesia hemos topado, Sancho”.