Durante los nueve años que Rafael Caro Quintero vivió en la clandestinidad, prófugo de la justicia, me reuní con él cuatro veces en cuatro locaciones diferentes en el Triángulo Dorado. La misma zona de la voluptuosa Sierra Madre Occidental que fue su techo y lecho en sus años de fugitivo y donde terminó siendo detenido por la Secretaría de Marina el 15 de julio pasado, justo seis años después de nuestro primer encuentro.
Sobre su rocambolesca personalidad como líder del otrora poderoso cartel de Guadalajara, su innovadora visión criminal en la siembra de marihuana y su violencia salvaje se habían escrito cientos de páginas e informes, pero conocerlo frente a frente en un intenso intercambio de preguntas y respuestas sin condiciones era otra cosa.
Pese a que la DEA ofrecía por su cabeza una recompensa de cinco millones de dólares —que después ascendió a 20 millones— era una ocasión sin precedentes hablar con un super boss del narcotráfico: de sus inicios en el mundo criminal, su época de mayor poder; del homicidio del agente de la DEA Enrique Camarena, ocurrido en 1985; de Dios, el amor, la familia y la muerte.
El último de los cuatro encuentros ocurrió a principios de enero de 2018, cuando finalizaba el sexenio de Enrique Peña Nieto y el entonces candidato de izquierda a la presidencia, Andrés Manuel López Obrador, quien iba adelante en las preferencias electorales, planteó un programa de amnistía para personas dedicadas al narcotráfico.
Fue entonces cuando Rafael Caro Quintero, con mi cámara apuntándole al rostro, reconoció que tenía una situación grave de salud. Ya su médico me había dicho que tenía problemas con la próstata que podían derivar en cáncer y que no tenía fácil acceso a medicinas por su condición de tránsfuga. Así, enfermo, fue que inesperadamente anunció que estaba dispuesto a entregarse.