Mientras me ajusto el casco me dice que tiene 29 años y una úlcera. Subo a la parte trasera de la moto y enfilamos por la calle Reina buscando Carlos III. El semáforo de Belascoaín nos obliga a una parada en la que me cuenta que nació en pleno Período Especial y que forma parte de lo que ha llamado “la generación de arena”. “Fuimos los niños que se criaron sin leche y sin juguetes”, añade y, justo después, la luz verde nos da paso hacia la amplia avenida.
Lo ha intentado casi todo para sobrevivir: “Trabajé de mesero en una cafetería estatal, fui distribuidor del paquete casa a casa, logré una plaza en una gasolinera pero ahí duré poco, me dejé llevar por el sueño de trabajar en la Zona Especial del Mariel pero aquello se desinfló rápidamente, fui cochero en La Habana Vieja y finalmente terminé en el Mercado El Trigal”. Ya estamos llegando a la calle Zapata y una estrecha confianza –como si nos conociéramos de toda la vida – marca la conversación.
“Al principio la idea de El Trigal era buena”, me confiesa. “Yo le compraba el plátano macho al guajiro en 80 centavos de pesos y lo vendía a los clientes, que eran en su mayoría paladares y cafeterías, en 1,50”. Pero el mercado, un prototipo de lo que podría extenderse por toda la Isla para eliminar trabas en el comercio agropecuario, terminó zozobrando. “Un día llegamos y ya no se permitía comprar directamente, había que pasar por la estatal Acopio que entonces nos ponía el plátano a 2,50 CUP y no nos daba negocio venderlo”.
La torre de la Plaza de la Revolución nos queda a la izquierda mientras atravesamos parte de La Timba. “Me tuve que ir de allí y empecé a manejar un triciclo eléctrico para ofrecer mis servicios a los cuentapropistas que iban a comprar al Mercabal de la calle 26, pero eso fue muriendo poco a poco y ahora está cerrado y sin ofertas”. “Tampoco tengo salud para seguir en ese trabajo que llevaba cargar mucho peso porque tengo una hernia discal y problemas en una cadera”.
Ahora, se gana la vida como parqueador de vehículos a las afueras de una tienda habanera. Comparte la vigilancia de los carros con un amigo que le cuida su puesto para que haga, de vez en cuando, una carrera para llevar a algún cliente hasta su casa. “No da para mucho pero al menos tengo trabajo, la mayoría de mis amigos están en sus casas con los brazos cruzados porque no encuentran nada”.
La calle Tulipán ya se divisa, sin tráfico a esa hora de la tarde, y el joven advierte: “Es que, como te dije, nosotros somos de arena, nos estamos desarmando”. Doblamos y sigue contando: “Pero no me puedo ir de este país porque tengo a mi madre y a mi abuelita aquí, sé que si ‘salgo a ver los volcanes’ no voy a verlas nunca más”. La estación de trenes, con sus rieles y sus andenes vacíos, son el escenario de su más dura frase: “Aquí no quiero tener hijos pero tampoco puedo emigrar, así que parece que mi familia termina conmigo”.
Frente a mi bloque de concreto se despide. Me bajo de la moto y le devuelvo el casco. Lo veo alejarse y perderse de vista como si la brisa de mi calle hubiera terminado por diseminar los granos de arena que aún había logrado retener dentro de su camisa.