El silencio se ha impuesto como una pesada losa entre los vecinos del municipio de Santiago El Pinar. Un día después de que vecinos de la localidad, habitada por indígenas tzotziles, detuvieran, amarraran con alambres, lincharan y quemaran en una hoguera a un hombre de 26 años, las autoridades que han llegado a la zona para investigar el crimen se han topado con una mudez absoluta. Nadie habla, nadie vio ni escuchó nada. El cadáver chamuscado fue enterrado también en silencio y los familiares ni siquiera permitieron la autopsia de ley. ¿Qué llevó a los pobladores de estas tierras a cometer tan espeluznante hecho? El robo, suponen las autoridades. Al chico se le acusó, dicen, de formar parte de una banda que robaba coches. Y así, sin pruebas ni seguridad de haber capturado a un ladrón, se tomaron la justicia por cuenta propia. Las autoridades estatales parecen también tener las manos atadas y se limitan a acompañar la investigación que por “usos y costumbres” recae en la fiscalía de justicia indígena.
La madrugada del jueves, un grupo de vecinos de Santiago de El Pinar, localizada en los Altos de Chiapas, salieron de sus casas en medio de la espesa bruma que cubre la zona, una gruesa cortina húmeda y fría, atraídos por la captura de Lucas N. Muy poco han logrado recabar las autoridades de lo que ocurrió en la impunidad de esa noche gélida. Se ha podido conocer que al joven de 26 años lo acusaron de robo, lo ataron de manos y piernas con alambres, descargaron con sadismo la furia comunal contra él y en su orgía de castigo formaron una hoguera y prendieron fuego al cuerpo ensangrentado. En las redes sociales circularon imágenes de los restos del cadáver la mañana del jueves, cuando aún desprendía humo. Oficio de tinieblas, lo llamaría la escritora mexicana Rosario Castellanos, quien documentó en su obra la brutalidad de la violencia que se puede desatar en comunidades indígenas de Chiapas con una sola suposición que altere el orden de la zona.
La noticia llegó hasta los pasillos de la fiscalía estatal en Tuxtla Gutiérrez, la capital del Estado, que movilizó a oficiales de la Policía Preventiva, Policía de Investigación y peritos para intentar esclarecer el atroz acontecimiento. Pero cuando la ley se impone por mano propia en estas comunidades, poco margen le queda a la autoridad en su esfuerzo por esclarecer lo ocurrido, establecer responsabilidades y llevar ante la justicia a los culpables. La nota de prensa de la Fiscalía muestra el fiasco que sufrieron sus responsables del orden: cuando comenzaron a indagar entre los vecinos qué vieron o escucharon se hallaron con un mutismo pesado, tan rotundo como elocuente. Los oficiales refirieron que los pobladores “ignoraban los motivos de su fallecimiento”.
Ante el silencio grupal, los policías –acompañados siempre de autoridades tradicionales, según la misma nota– arribaron al panteón municipal, donde la familia del joven asesinado sepultaba el cadáver. Los peritos pidieron la autorización para efectuar la necropsia de ley, pero no hay orden de juez que impere en la zona: se negaron. “No obstante, al realizar un reconocimiento del cuerpo, los elementos de la policía de Investigación y peritos constataron que presentaba lesiones por quemadura de tercer grado en toda su anatomía”, explican desde la fiscalía. A las autoridades no les ha quedado más remedio que informar de que continuarán con sus pesquisas “con apego al protocolo de homicido con el propósito de fincar responsabilidades y que este hecho no quedará impune”.
Juan Manuel Zardain, quien trabaja como defensor de derechos humanos en Chiapas, recurre a un juego de palabras para explicar la cotidianidad de estas comunidades: “En esos pueblos la autoridad tiene poca autoridad y ellos se basan en sus tradiciones. Sus autoridades locales tienen más poder que las civiles, las del Estado”, dice en conversación telefónica. A quienes velan por los derechos humanos, como Zardain, también les queda poco margen de trabajo. Él dice que visitan la zona, intentan recabar información y poco más. Solo les queda hacer un informe y presentar recomendaciones al liderazgo local. “Son pueblos donde suceden cosas fuera de la ley”, afirma. Con resignación, Zardain dice que es posible que lo sucedido quede impune. “Las investigaciones se vuelven lentas y confusas, porque se protegen entre ellos y es difícil que un fiscal pueda demostrar el delito de asesinato cuando se realiza así”, explica.
El hecho de Santiago El Pinar recuerda a uno similar ocurrido el pasado verano en la comunidad de Papatlazolco, en el Estado de puebla, donde lincharon y quemaron a Daniel Picazo, de 31 años, un asesor político. La familia contó que el joven, originario de la zona, debió perderse entre las comunidades indígenas, donde fue interceptado por una turba que acabó con su vida. Los vecinos lo acusaron de querer llevarse a un menor, aunque las autoridades no dieron por cierta esa historia ni nadie pudo demostrar algo parecido. Los linchamientos son habituales en México, donde en muchas comunidades rurales los vecinos se toman la justicia por su mano. Un estudio de la Universidad Iberoamericana en Puebla muestra que en ese Estado entre 2015 y 2019 fueron linchadas 78 personas. Los linchamientos, explican los investigadores en ese estudio, se relacionan con la pobreza y la desigualdad, pero también con el abandono que hace que en muchas comunidades se imponga una ley que, sin juicios ni investigaciones formales, castiga por lo que se supone son faltas graves. Y una vez se impone esa justicia, solo queda callar. Un silencio elocuente, fantasmal, correctivo, como el que impera en Santiago El Pinar.