Jorge Fernández Menéndez / Excélsior

Ayer se cumplió un año de uno de los hechos más vergonzosos de la historia en la Unión Americana: la toma del Capitolio por parte de los simpatizantes de Donald Trump que, azuzados por el todavía entonces mandatario, no aceptaban la derrota electoral que éste había sufrido en noviembre de 2020 a manos de Joe Biden. La toma del Capitolio fue un intento de golpe de Estado y exhibió la peligrosidad y la ausencia de sentido democrático alguno del hombre que sigue liderando a buena parte del Partido Republicano y que aspira a regresar al poder en 2024.
El libro que mejor refleja lo sucedido en esos días es Peligro, de Bob Woodward y Robert Costa. El libro va mucho más allá de los hechos del Capitolio, exhibe con claridad la forma en que el presidente Trump se obsesionó con mantenerse en el poder y cómo tejió la red de mentiras de las que hablaba ayer su sucesor Joe Biden, comenzando por la afirmación de un fraude electoral en su contra.

Pero lo más notable de esa historia es el papel que tomaron los mandos militares para defender la democracia de su propio jefe. Dentro de ellos es notable la transcripción de la plática que mantuvieron la lideresa de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, y el general Mark Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto. Pelosi, luego de la toma del Capitolio, estaba convencida de que Trump, con tal de conservar el poder, podía desencadenar una guerra, incluso nuclear. “Está loco, usted sabe que está loco”, le dijo Pelosi al general Milley, el principal mando operativo en esos días del ejército estadunidense, en una larga llamada telefónica. Milley le contestó: “Estoy de acuerdo con usted en todo”.

En medio de esa locura política, el general Milley, según revela el libro, llamó en dos oportunidades a su homólogo chino, el general Li Zuocheng: el 30 de octubre, días antes de las elecciones, y el 8 de enero, dos días después de la toma del Capitolio. El temor, fundado, del general era que China, ante el riesgo de que Trump atacara a su país, decidiera realizar un ataque preventivo o que el propio Trump generara una provocación generalizada. “Estamos ciento por ciento estables, le dijo Milley a su homólogo chino, preocupado por lo que había visto en el Capitolio. Todo está bien. Pero la democracia a veces puede estar descuidada”.

El temor de que Trump desatara una guerra estaba tan marcado que el general Milley incluso ordenó a todos los mandos militares que cualquier decisión que tomara el presidente Trump en el ámbito militar fuera aprobada antes por el propio Milley y otros mandos. Llegó a un acuerdo incluso con la directora de la CIA, Gina Haspel, y el jefe de la Agencia de Seguridad Nacional, Paul Nakasone, para advertirles que el presidente estaba actuando de manera irracional, que todos debían estar alertas y que no se podía avalar sin consulta cualquier decisión militar que tomara Trump.

Solamente se había tomado una decisión de esas características en los últimos días del gobierno de Nixon, cuando los mandos militares y el secretario de Estado, Henry Kissinger, decidieron que cualquier orden militar del mandatario, ahogado entonces en el alcohol ante su inminente caída, debía ser aprobada previamente por ellos.

El libro es un relato, incluso en algunos momentos angustiante, de cómo los jefes militares del país y muchos de los principales funcionarios de seguridad de Trump recorrían los días finales del mandato presidencial con el temor de que el presidente emprendiera una acción desesperada, sobre todo contra Irán o China. La democracia estuvo en riesgo no sólo por la toma del Capitolio, esa acción fue el reflejo de una decisión que privilegiaba mantenerse en el poder al costo que fuera, incluyendo el de las propias instituciones democráticas o de la siempre endeble paz mundial.

Y ese peligro persiste: los republicanos que, asustados y avergonzados en los días posteriores al 6 de enero, incluso condenaron a Trump, días y semanas después se han convertido en sus defensores y las mentiras de Trump sobre un fraude que nunca pudo demostrar son respaldadas por el 70% de quienes votaron por él en noviembre de 2020. El trumpismo puede recuperar la mayoría legislativa en los próximos comicios intermedios de noviembre y, si la justicia no se lo impide, Trump tiene la intención de volver a presentarse en el 2024. Para eso está trabajando el Partido Republicano, incluyendo una serie de reformas electorales estatales destinadas a restringir aún más el voto popular y recuperar estados estratégicos en el obsoleto Colegio Electoral, que decide los resultados de los comicios más allá del número de votos que reciba cada candidato.

Me asombra que, ante todo esto, hayamos tenido una actitud como país y gobierno tan complaciente. No era intrascendente apoyar o no las instituciones democráticas, no era secundario aceptar o no los resultados electorales. Era irresponsable extrapolar lo que ocurría en Estados Unidos y querer equipararlo a fraudes en México, que tampoco nunca se han comprobado, como el que supuestamente ocurrió en 2006. No nos era indiferente como país que gobernara Trump o Biden.

Aunque fuera para que no nos olvidemos de los millones de paisanos que viven del otro lado de la frontera y que fueron estigmatizados y perseguidos por Trump, esos mismos paisanos que han contribuido en 2021 con 50 mil millones de dólares de remesas para salvar la economía de sus familias y del país.